Cuatro Personajes
- Clodovaldo Hernández
- 16 may 2016
- 4 Min. de lectura
Cuatro personajes ¿ficticios? permiten aproximarse a la psicología de cierta clase media que niega la guerra económica de la que ella misma es víctima.
Forma 1: Llévate la vianda, Antonio

Antonio es un gerente junior que iba encaminado a ser gerente senior. En su mente –únicamente allí–, él estaba más cerca de Lorenzo Mendoza que de sus viejos amigos del barrio. Comía en restaurantes casi todos los días y se las daba de gourmet y de enólogo (o sea, experto en vinos). De un tiempo a esta parte se ha dado cuenta de que su salario de tecnócrata no era tan fabuloso como él llegó a creer. La dura verdad es que ya no alcanza para esos lujos, que se han tornado exclusivos para burgueses de verdad verdad.
Haciendo un gran esfuerzo, se escapa una vez a la quincena algún comedero de prestigio, pero ya está considerando la conveniencia de que sea una vez al mes. Y si la cosa sigue como va, llegará a ser una vez al año.
Antonio se consuela echándole la culpa a Maduro y al socialismo, pero como sabe mucho de costos, precios y ganancias porque su especialidad son los números, entiende que no es normal pagar 3 mil bolívares por una sopita, 10 mil por un churrasco miniatura y otros 4 mil por un trocito de quesillo. “Esto es un robo, por más que digan que hay hiperinflación”, rezonga, mientras escudriña en la carta en busca de algo más barato (¿Una ración de tajadas 1.800, ¡carajo, cuánto habrá costado ese plátano!”).
Antonio ha tenido que pasar lo que para él es una de las peores vergüenzas de su vida: comenzó a llevar el almuerzo en una vianda, para calentarlo a las 12 en el comedor de la empresa donde trabaja. Allí tiene que hacer cola con las secretarias y los oficinistas y sentarse a la mesa con ellos. Lo bueno es que “los trabajadores” (Antonio les dice así, para diferenciarse de ellos, aunque él es exactamente eso mismo) son gente divertida que no se amargan por la vida que viven y son tan buenas personas que a veces hasta le dan a probar de su comidita.
Forma 2: Escuela nueva pa’ los chamos

Gaby es una doñita fashion. Siempre se opuso rotundamente a permitir que el rrrégimen interfiriera en el asunto de a cuánto ascendería la inscripción y la mensualidad del colegio de sus criaturas en cada nuevo año escolar. “Con mi cole no te metas”, solía escribir, primero en pancartas, luego en el muro de Facebook, después en Twitter y en Instagram. Pero, hete aquí que la matrícula llegó a un nivel tal que, ya con los hijos en bachillerato, ha tenido que cambiarlos para una escuela menos costosa.
Los chamos están muy frustrados porque habían estado en ese colegio desde preparatorio y, además, porque los compañeritos saben que tuvieron que irse por “pelabolas”. “¡Qué pena con esa gente!”, se la pasa diciendo Gaby, luego de encontrarse en la calle con las mamás de los ex compañeros de sus muchachos. Y, claro, la culpa de semejante pérdida de estatus es de este comunismo que nos está matando.
Forma 3: Enfermarse de grima
Julio era de uno esos a los que les gustaba recluirse en una clínica para alguna operación electiva (las malas lenguas dicen que se “tuneó” las nalgas cuando cumplió 40). Le encantaba el ambiente de hotel de cinco estrellas que había en esos lugares. Por eso comenzó a molestarse cuando la Revolución incluyó en los contratos colectivos del sector público pólizas HCM que le han permitido a “las hordas chavistas” invadir los sacrosantos espacios exclusivos de la gente con “rial”.
Para él, eso ya era malo porque “uno se siente como en un hospital público”, decía con grima. Pero, de unos meses para acá, eso que era malo se puso peor, pues ahora él, el tipo de clase media, amigo de los doctores y tal, ha dejado de ser un paciente premium. Su póliza se ha devaluado al ritmo de las cotizaciones de esa página web a la que la oposición rinde culto, y Julio sabe (porque el antichavismo lo obnubila, pero no es idiota) que si se le presenta una emergencia o una enfermedad seria, la clínica le exprimirá el seguro en un parpadeo y él o un familiar tendrá que ir a parar a uno de sus despreciados hospitales. “¡Dios nos cuide!”, exclama, aterrorizado.
La semana pasada, Julio se dio cuenta de que no era oligarca cuando su hija de catorce años le pidió, como regalo de quince, una operación de implantes mamarios, algo típico de las chamas very nice. Y él, que ya le pagó ese tipo de operación a su otra hija y a su esposa; él, que según los chismosos, se mandó a “tunear” sus propios glúteos cuarentones, tuvo que decirle a su chiquita: “Mi niña, eso va a tener que esperar”.
Forma 4: Andar con los cauchos lisos
Javi es hijito de papá y tiene tremendo rústico. Hasta no hace mucho se gastaba sin remordimiento en tan poderosa nave. Compraba periquitos por Amazon y se la pasaba tirando físico.

La guerra económica y la caída de los precios del petróleo, fenómenos en los que nunca han creído ni Javi ni su viejo (“Son inventos de la dictadura castro-comunista”, dice el padre. “Son maduradas”, dice el joven) comenzaron a hacer estragos en su sabrosa vida. Ya no puede comprar nada fuera porque los especuladores cambiarios (muchos de ellos hijos de papá también) han puesto el billete verde a una altura inalcanzable. Y los bachaqueros de repuestos automotores (muchos de ellos rustiqueros también) no tienen paz con la miseria.
La cosa está tan grave que, según sus cálculos, tendría que conseguirse un trabajo y sudar al menos seis meses para comprarle a “Charlotte” (así le dice él a su Toyota Four Runner) el rin que se le dobló el otro día yendo hacia Cata.
Javi se dio de platanazo con su nueva realidad socioeconómica cuando, siguiendo una inveterada costumbre, fue a pedirle plata al apá y éste le dijo: “¿Está loco, chico, no te has dado cuenta de que ya somos unos marginales?... ¡Fíjate en mi carro: hasta yo ando con los cauchos lisos!”.
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