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Bachaqueros matavotos

  • Luis Britto García
  • 22 jun 2016
  • 3 Min. de lectura

Le habla uno a los políticos de salvar soberanía, socialismo o integración latinoamericana, y es como si oyeran llover.


Hay que hablarles de votos, el único lenguaje que entienden, pero que quizá no terminan de comprender.


¿Cuántos votos cuesta cada producto subsidiado que el gobierno con gran sacrificio pone en el mercado a precio solidario y el bachaco caníbal revende o exporta a diez o veinte veces su valor?


Supongamos que un voto, aunque un envase de leche regulado a 70 bolívares y revendido a 2.000 bien pudiera costar todos los de una familia extensa.


¿Cuántos productos acapara diariamente un bachaquero, impidiendo que puedan llegar al pueblo, al cual están destinados?


Digamos conservadoramente que diez, aunque hay bachacos artesanales que salen de cada cola con paquetes más grandes que ellos.


¿Cuántos son los bachacos?


Ninguna cifra oficial los cuantifica: sabemos que hay megabachacos que desaparecen 60.000 millones de dólares preferenciales, bachacos medios con gandolas que exportan gasolina y galpones donde se pudren millones de huevos, y bachaquera de hormiguero que expulsa a golpes a cuanto ciudadano intenta entrar en las colas que ellos fabrican. Una encuesta informal nos lleva a redondear una cifra de 300.000.


¿Cuál es su calendario laboral?


Con márgenes de beneficio que superan de lejos los del narcotráfico, bachaco no descansa: destruye al país 365 días al año.


¿Y qué?


-Si cada producto bachaqueado cuesta un voto, 3.000.000 de productos bachaqueados por día durante 365 días matan 1.095.000.000 votos al año.


Pero, ¿no vale la pena conservar el voto bachaco?


-Perdón, ni un solo bachaco votará jamás a favor del socialismo que le permite destruirlo. Digamos que son 1.098.000.000 votos difuntos.


¿Qué se hace contra los bachacos?


Nada. Hasta ahora solo tres gremios ejercían solidaridad automática, se consideraban por encima de toda ley y podían contar con la impunidad: millonarios, comunicadores y motorizados. Ahora a los bachacos no solo no se los castiga: se los premia.


¿Pero no satisfacen una necesidad?


Desde luego. La cadena que va desde el megabachaco que devora dólares preferenciales al galponero y al montacolas no debe ser interrumpida: es la soga que debe ponerse al cuello todo aquél que desee perder el poder.


Bueno, pero eso será por un ratico.


Pescuezo no retoña, y país devorado por bachacos menos.

 

Jugando con fuego

Carola Chávez

No voy a ponerme a discutir sobre la belleza con quién es incapaz de verla más allá de una revista de moda o de su propio espejo. Hay mejores formas de perder el tiempo. Pero tras la superficialidad de las declaraciones de Lady Diana Allup hay un contenido más oscuro, más violento y eso sí debemos discutirlo.



Las palabras de Diana no son de ella, son parte del credo de la oligarquía, recitado también por las clases medias aspirantes. La fealdad que rechaza Diana, con sus pestañas batientes, con su sonrisa de Miss caduca, no es la falta de rimel y colorete, es la falta de dinero. Los pobres son feos. Y pobres, para Diana, son la señora hurribli de Petare, así como la señora hurribli de El Cafetal. Sí, El Cafetal, por mucho que caceroleen. Porque detrás de las palabras de Diana está el clasismo que funciona así: un sin fin de escalones donde el que está un escaloncito más arriba, patea y escupe a todos los de abajo. Mientras más arriba estés, a más gente puedes patear y escupir. Es una cuestión de distancia y categoría.



“El mono aunque se vista de seda, mono se queda”, ese es el mantra, sentencia inapelable que corre como cascada por esa escalera social llena de aspirantes, devotos del efecto goteo de un vaso que nunca desborda.



La misma Diana es víctima de esa escalera: Muy catira, muy Barbie, muy vestida de seda, pero muy nueva rica para el mantuanaje. Nunca una D’Agostino estará a la altura de una Machado, una Lovera, una Zuloaga. Claro que, aunque en las viejas casonas del Country Club, se rían de la armadura en la biblioteca, los perritos toy poodle tan demodé, la melena platino que sálvese quién pueda, adeco es adeco hasta que se muera; nadie pondría a Diana, por ejemplo, a comer aparte, en la cocina, con platos y cubiertos distintos a los que usa la familia, “porque uno no sabe qué microbios pueda tener esa gente”; como lo hace toda “señora de la casa” que se respete con la señora de servicio, que viene de los escalones de tierra más bajos.



El rollo no es la melena, el culo, o las pestañas; el rollo es el clasismo y su estructura de deshumanización y el desprecio.



El rollo es que, escaleras arriba, invocan una explosión social de los de abajo, creyendo que, si explota, la rabia que maceró el clasismo no los salpicará a ellos. El rollo es que juegan con fuego.

 
 
 

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